Pasamos una noche en un hotel de carretera. Normalmente en ese tipo de establecimientos suelen colgar cuadros de lo más espeluznante, pero este es muy simpático. Creo que a Carolyn Swiszcz le hubiera gustado.
Muchas mañanas empiezan raro. Uno se levanta de la cama, se lava la cara que aparece en el espejo, se coloca los cascos y ve pasar a gente de mentira que se cruza por la calle, en el metro, figurantes de una comedia, de una tragedia, quizá de una película de esas intelectuales, depende de la música del mp3. Pero lo raro de verdad es cuando esa sensación de irrealidad llega hasta la noche, cuando se vuelve a casa y a uno le duelen las manos del frío, y ni siquiera el dolor de las manos devuelve realidad a todo lo que hay alrededor, a la calle que se cruza apretando el paso, a los muebles viejos, las sillas, el flexo, las cintas de vídeo y casete derramadas por la acera en el día del mes en que el ayuntamiento recoge gratis toda la mierda que tengas en casa si la dejas en la acera.
Entre unas cosas y otras, las manos no me parecían mías cuando me agaché a rebuscar entre las fotos que estaban tiradas en el suelo, junto a una bolsa de ropa (jerseys como los que nos hacía mi madre) y a una mesilla. Pude rebuscar a mis anchas porque no estaba cerca mi chica, que se hubiera puesto a gritar (es cierto que cada centímetro de esta calle ha estado en un momento u otro cubierto de pis canino, humano, gatuno; pero soy suficientemente guarro).
Llevaba mucho tiempo queriendo escribir un cuento imaginándome los personajes de las fotos tiradas en la calle. Hay muchas, para elegir, en estos días de recogida de muebles. Está claro que la gente quiere olvidar y, si llega el ayuntamiento y te recoge gratis todo el lastre, nadie se puede resistir, supongo. Ya había recogido un par de tacos de fotos, pero no había podido empezar la historia por más que lo intentara a través de caras sonrientes colocadas en hilera, alrededor de una mesa de restaurante, en la playa (¡Ji, ji! ¡Qué aguadilla!), repeinadas para salir de marcha. Sólo me salía la historia de la ruptura de una pareja que acaba con las fotos de aquellas vacaciones en las que nos enamoramos tiradas en la basura. No quería contar esa historia y era la única historia que me contaban esas fotos. Pero aquellas otras, ese día de frío de dolor de manos, me estaban contando algo distinto que sí quería contar, aunque todavía no supiese qué era.
De las cuatro o cinco imágenes que recogí, fue sólo una la que encendió el gastado motor de mi imaginación. Era un primer plano de una televisiónpequeñita, preciosa, kitsch, de esas que hace falta meter monedas para hacer funcionar, igual que las que había visto aquel verano que pasé en aquel lugar decadente de Inglaterra. Pero la televisión era lo de menos, lo que más me llamó la atención fue el reflejo de la pantalla apagada. En él aparecía alguien tirado en una cama de lo que parecía una pensión de mala muerte. Había una cama vacía al fondo y, en otra al lado, una pierna que permitía reconstruir todo lo demás, tal vez la figura de un joven perdido en mitad de un viaje que no había salido como esperaba.
Las otras fotos eran sólo las fachadas de unos edificios que hace 30 años podrían haber pasado por imitación de lujo, pero que ahora sólo se quedaban en pasados de moda, viejos, cutres. Hablé con mi chica y convinimos en que se trataba de Miami. Ella había estado allí, yo no, pero me pareció muy convincente, no sonaba mal y me venía estupendamente para la historia.
El chico tirado en la cama estaba de resaca. El día anterior celebró su despedida de Miami y de Estados Unidos después de tres meses. Tres meses antes había dejado a sus amigos, aquella chica con la que medio estaba, medio no, a su familia, su trabajo en la editorial (él quería ser editor, no administrativo, de hecho, lo que quería era ser escritor) y se había ido a Estados Unidos, con 3.000 euros y 25 años, a escribir una novela, la gran novela americana. De Nueva York se cansó pronto, o quizá fue la ciudad la que se cansó de él. La cosa es que, visto el precio de los alquileres y la imposibilidad de encontrar trabajo, enseguida cogió otro avión hasta San Francisco para hacerse un ontheroad: en coche hasta Miami.
Así lo hizo, pero bastante mal. Apenas escribía nada más que tonterías, sustituyó los trabajos en bares que imaginaba para irse manteniendo por los giros que le mandaba su madre (que no se entere papá) y, después de la horrible experiencia con unos tipos desdentados y malolientes en el primer pueblo en el que paró, condujo sin descanso y casi sin paradas hasta Miami. Pasó allí muchos días, buscando una excusa para volver a casa sin la humillación de contar la verdad de su fracaso. Incluso tomó esa fotografía de aquel edificio desde el que se planteó (nunca en serio) tirarse. La foto estaría en el sobre, junto a la nota de suicidio. Incluso llegó a escribir la carta de despedida, uno de los pocos textos decentes que había hecho en todo el viaje. Y sonaba convincente esa angustia vital que presuntamente le producía el ambiente norteamericano, sobre todo esa enorme ciudad de vacaciones que es Miami.
Y, de repente, se le ocurrió que una buena paliza sería un buen desencadenante de su regreso. Así que sacó un billete de vuelta a Madrid y se dispuso a dedicar el día a provocar que alguien le diera una paliza. Después pensó que tampoco hacía falta que le partieran las costillas (lo que además haría que perdiera el billete de avión); con un par de puñetazos bastaba. Pero es difícil calibrar el enfado que se provoca en los demás para que el resultado sea exactamente un par de puñetazos, no muy fuertes, pero que dejen una buena marca. Todo el día estuvo dándole vueltas a la táctica de provocación y a la selección del sujeto a provocar. Pensaba, descartaba, bebía. Bebía, pensaba y descartaba.
Así llegó la madrugada, la una (la una de la mañana en EEUU es mucho más tarde que la una de la mañana en España) y por fin eligió al sujeto; ni muy cachas ni muy tirillas, ni muy tranquilo ni muy nervioso. La táctica al final no fue muy elaborada.
--¡Eh! ¡Estúpido!--, le dijo en ingles. --¿Por qué me miras así? ¡No me mires así!--.
Y se abalanzó sobre él para empujarle. Pero el tipo se apartó y él, muy borracho, cayó al suelo de cabeza y se le olvidó poner las manos. El tipo se largó sin dedicarle ni un segundo más, pero el resultado del ataque fue óptimo. El golpe le hizo sangrar la nariz, que se le hinchó, al igual que el pómulo y la ceja. Así que lo celebró con otra media docena de güisquis bañados con la sangre de su nariz.
A la hora de los náufragos, por increíble que parezca, ligó con una mujer (más bien, como siempre, fue ella la que ligó con él) que podía tener entre veintitantos y cincuentantos, según su precisa percepción en aquel momento. Se fueron a la habitación del motel y allí nadie sería capaz de explicar exactamente qué paso; tal vez sexo, quién sabe. El caso es que él enseguida se quedó dormido en la misma postura que le pilló la luz de la mañana. Ella se despertó antes y se vistió. Pero no le robó nada, como cabría esperar. Sólo sacó la cámara de fotos de la funda, le hizo una extraña fotografía a través de la pantalla de la televisión, dejó la máquina sobre la mesa y se fue.
historia de Jonny Caracarton ilustrado por Clarota
Todo era oscuro como un culo todo era gris como abril con persianas bajadas todo era escaso como el sueño al raso era vacío y frío bastante tonto sin ti.
Bastoncillos para las orejas
peusec para los pies cientonce calamidades por semana y un ruido de estómago luchando por una buena digestión a pesar de los pesares qué le costaba a aquel transeúnte no morirse aquel día qué cuesta una cerveza en este sitio de mierda blando como una sarta de buenas intenciones un alma desnuda sin amantes tiritando de rabia más que de frío de pena más que de soledad rojos cuadrados en los calzoncillos y las faldas sin calzoncillos debajo rojos como la siesta del que no comió aquel día raros de solemnidad eructando cicatrices tristes como viejos en la cola del cine toallas mojadas para las cabezas zapatillas otra vez de cuadros como las faldas versos tropezados caídos en la sopa risas que no lucen porque no se ven pasar sillas como mulas cargando incertidumbres granjas de papeles para nada humores agriados al más mínimo suspiro caminos dibujados en papel de culo largos como siempre pero endebles como cabezas golpeadas cincuenta veces contra el techo.
Solía dormir boca abajo para no tener que ver el sol al despertar violaba sus recuerdos uno a uno todos incluso los que había olvidado para no tener excusas inclinaba la cabeza al caminar hacia el suelo miraba interesado las frenéticas patadas en el aire de los otros transeúntes y se preguntaba si es por los pies por donde nos empiezan a comer los gusanos cuando dejamos de dar patadas en el aire para coger el autobús o el metro llevaba las manos en los bolsillos porque casi no podía aguantarse las ganas de estrangular transeúntes o darles abrazos caminaba bajo la lluvia para redimir sus pecados odiaba pero sin querer buscaba la simetría una explicación un orden universal un sentido hasta para las cacas de los perros y para la existencia de los concejales de urbanismo no podía comprender por qué no amaba todo el rato por qué odiaba las telenovelas las fiestas de guardar y el jamón rancio por que sentía aquellas ganas a veces de estrangularse a sí mismo y a los demás con el mismo cordón umbilical con el que nos condenaron a muerte no quería que nadie le viera el alma para no tener que dar explicaciones solía dormir boca abajo para no tener que ver el sol al despertar.
Ahogado en esfuerzos se acordó de aquel tipo que quiso llevarse el mar en los bolsillos recordó su cara triste de piedra rota escondida en las manos
Quiero ser un viejo de bar salpicando amargura en su metro cuadrado derramado en la barra explicando por qué antes era peor y ahora es una mierda escupir rencor entre los esputos de la tos del tabaco sin remordimientos y temblando luchar contra la crueldad de la maldita próstata en la soledad del baño pensando en todo aquello que pudiste hacer pero no hiciste y claro viejo asqueroso todo habría sido diferente de vuelta en el vaso de vino con la barba dura de tres días qué importa con los ojos hundidos tras los párpados azules qué importan los días tambaleantes qué siempre acaban por terminar
Esta vez la rosa era de papel
las sombras sonaron a campanas de muerto la lluvia cubría hasta los cuerpos soñados los ciervos no traían amor esta vez los otros no éramos ninguno esta vez te equivocaste y lo vi claro sin poder hacer nada los ojos en las ojeras se rieron por una vez esta vez nos comimos sin mirarnos y sin querernos esta vez nos echamos de menos pero nos echamos
Un mono con cara de triste un triste con cara de mono la línea el punto los errores comunes los lugares comunes los presos comunes el epicentro el hipocentro el centro comercial el centro de estudios CEAC un poema sin verso un verso sin ritmo una subida sin ritmo una canción sin ritmo ritmo tropical -¡jei!- significante y significado ponte tú a separar que a mí me da la risa me tiembla la mano me tiembla la voz me tiembla hasta el tiemblo y el pulso -claro- y la respiración un poco de aire un poco de luz y un poco de poco que tocamos a más ya ves y todo para no escribir que todos los minutos que te echo de menos son minutos al revés como el que cuenta su edad por los años que le quedan para morirse quiero decir a la postre que de postre no estaría mal un soneto endecasílabo heroico A endecasílabo enfático B endecasílabo enfático B endecasílabo heroico A y así hasta el final raro me quedé sin palabras.
¿Facilitaría las cosas que no dijéramos nada por ahora? Por ahora sería mejor escribir sonetos que no signifiquen mucho que aireen las vísceras aunque no las limpien Es cuestión de dioptrías entender las cosas raramente un cocodrilo pilotó un avión lo cual no quiere decir que no se muera de ganas
Ha sido un día jodido no ves que me cruje la espalda y te grito porque estás aquí cerca y sonríes
Poemas de John Caracartón Ilustraciones de Clara Simon Philips