Muchas mañanas empiezan raro.



Muchas mañanas empiezan raro. Uno se levanta de la cama, se lava la cara que aparece en el espejo, se coloca los cascos y ve pasar a gente de mentira que se cruza por la calle, en el metro, figurantes de una comedia, de una tragedia, quizá de una película de esas intelectuales, depende de la música del mp3. Pero lo raro de verdad es cuando esa sensación de irrealidad llega hasta la noche, cuando se vuelve a casa y a uno le duelen las manos del frío, y ni siquiera el dolor de las manos devuelve realidad a todo lo que hay alrededor, a la calle que se cruza apretando el paso, a los muebles viejos, las sillas, el flexo, las cintas de vídeo y casete derramadas por la acera en el día del mes en que el ayuntamiento recoge gratis toda la mierda que tengas en casa si la dejas en la acera.

Entre unas cosas y otras, las manos no me parecían mías cuando me agaché a rebuscar entre las fotos que estaban tiradas en el suelo, junto a una bolsa de ropa (jerseys como los que nos hacía mi madre) y a una mesilla. Pude rebuscar a mis anchas porque no estaba cerca mi chica, que se hubiera puesto a gritar (es cierto que cada centímetro de esta calle ha estado en un momento u otro cubierto de pis canino, humano, gatuno; pero soy suficientemente guarro).

Llevaba mucho tiempo queriendo escribir un cuento imaginándome los personajes de las fotos tiradas en la calle. Hay muchas, para elegir, en estos días de recogida de muebles. Está claro que la gente quiere olvidar y, si llega el ayuntamiento y te recoge gratis todo el lastre, nadie se puede resistir, supongo. Ya había recogido un par de tacos de fotos, pero no había podido empezar la historia por más que lo intentara a través de caras sonrientes colocadas en hilera, alrededor de una mesa de restaurante, en la playa (¡Ji, ji! ¡Qué aguadilla!), repeinadas para salir de marcha. Sólo me salía la historia de la ruptura de una pareja que acaba con las fotos de aquellas vacaciones en las que nos enamoramos tiradas en la basura. No quería contar esa historia y era la única historia que me contaban esas fotos. Pero aquellas otras, ese día de frío de dolor de manos, me estaban contando algo distinto que sí quería contar, aunque todavía no supiese qué era.


De las cuatro o cinco imágenes que recogí, fue sólo una la que encendió el gastado motor de mi imaginación. Era un primer plano de una televisión pequeñita, preciosa, kitsch, de esas que hace falta meter monedas para hacer funcionar, igual que las que había visto aquel verano que pasé en aquel lugar decadente de Inglaterra. Pero la televisión era lo de menos, lo que más me llamó la atención fue el reflejo de la pantalla apagada. En él aparecía alguien tirado en una cama de lo que parecía una pensión de mala muerte. Había una cama vacía al fondo y, en otra al lado, una pierna que permitía reconstruir todo lo demás, tal vez la figura de un joven perdido en mitad de un viaje que no había salido como esperaba.






Las otras fotos eran sólo las fachadas de unos edificios que hace 30 años podrían haber pasado por imitación de lujo, pero que ahora sólo se quedaban en pasados de moda, viejos, cutres. Hablé con mi chica y convinimos en que se trataba de Miami. Ella había estado allí, yo no, pero me pareció muy convincente, no sonaba mal y me venía estupendamente para la historia.

El chico tirado en la cama estaba de resaca. El día anterior celebró su despedida de Miami y de Estados Unidos después de tres meses. Tres meses antes había dejado a sus amigos, aquella chica con la que medio estaba, medio no, a su familia, su trabajo en la editorial (él quería ser editor, no administrativo, de hecho, lo que quería era ser escritor) y se había ido a Estados Unidos, con 3.000 euros y 25 años, a escribir una novela, la gran novela americana. De Nueva York se cansó pronto, o quizá fue la ciudad la que se cansó de él. La cosa es que, visto el precio de los alquileres y la imposibilidad de encontrar trabajo, enseguida cogió otro avión hasta San Francisco para hacerse un on the road: en coche hasta Miami.


Así lo hizo, pero bastante mal. Apenas escribía nada más que tonterías, sustituyó los trabajos en bares que imaginaba para irse manteniendo por los giros que le mandaba su madre (que no se entere papá) y, después de la horrible experiencia con unos tipos desdentados y malolientes en el primer pueblo en el que paró, condujo sin descanso y casi sin paradas hasta Miami. Pasó allí muchos días, buscando una excusa para volver a casa sin la humillación de contar la verdad de su fracaso. Incluso tomó esa fotografía de aquel edificio desde el que se planteó (nunca en serio) tirarse. La foto estaría en el sobre, junto a la nota de suicidio. Incluso llegó a escribir la carta de despedida, uno de los pocos textos decentes que había hecho en todo el viaje. Y sonaba convincente esa angustia vital que presuntamente le producía el ambiente norteamericano, sobre todo esa enorme ciudad de vacaciones que es Miami.


Y, de repente, se le ocurrió que una buena paliza sería un buen desencadenante de su regreso. Así que sacó un billete de vuelta a Madrid y se dispuso a dedicar el día a provocar que alguien le diera una paliza. Después pensó que tampoco hacía falta que le partieran las costillas (lo que además haría que perdiera el billete de avión); con un par de puñetazos bastaba. Pero es difícil calibrar el enfado que se provoca en los demás para que el resultado sea exactamente un par de puñetazos, no muy fuertes, pero que dejen una buena marca. Todo el día estuvo dándole vueltas a la táctica de provocación y a la selección del sujeto a provocar. Pensaba, descartaba, bebía. Bebía, pensaba y descartaba.


Así llegó la madrugada, la una (la una de la mañana en EEUU es mucho más tarde que la una de la mañana en España) y por fin eligió al sujeto; ni muy cachas ni muy tirillas, ni muy tranquilo ni muy nervioso. La táctica al final no fue muy elaborada.

--¡Eh! ¡Estúpido!--, le dijo en ingles. --¿Por qué me miras así? ¡No me mires así!--.

Y se abalanzó sobre él para empujarle. Pero el tipo se apartó y él, muy borracho, cayó al suelo de cabeza y se le olvidó poner las manos. El tipo se largó sin dedicarle ni un segundo más, pero el resultado del ataque fue óptimo. El golpe le hizo sangrar la nariz, que se le hinchó, al igual que el pómulo y la ceja. Así que lo celebró con otra media docena de güisquis bañados con la sangre de su nariz.

A la hora de los náufragos, por increíble que parezca, ligó con una mujer (más bien, como siempre, fue ella la que ligó con él) que podía tener entre veintitantos y cincuentantos, según su precisa percepción en aquel momento. Se fueron a la habitación del motel y allí nadie sería capaz de explicar exactamente qué paso; tal vez sexo, quién sabe. El caso es que él enseguida se quedó dormido en la misma postura que le pilló la luz de la mañana. Ella se despertó antes y se vistió. Pero no le robó nada, como cabría esperar. Sólo sacó la cámara de fotos de la funda, le hizo una extraña fotografía a través de la pantalla de la televisión, dejó la máquina sobre la mesa y se fue.


historia de Jonny Caracarton
ilustrado por Clarota

4 comentarios:

Bárbara dijo...

Esto si que es un blog y no mi cutrería. Joder, viendo estas entradas te entra una depresión de caballo. La balanza no está equilibrada y menos para las que no tenemos dotes artísticos como los que aquí publican e ilustran.¡Enhorabuena!

Canan dijo...

Me gusta! la irrealidad en la que se vive el mismo tiempo en distintos países y se comparte, a mí me pasa igual por acá. Además los edificios que parecen pasados de moda, me agradan, concervan un encanto que me atrapa...

Xovika dijo...

these 3 buildings are awesome! Specially the yellow one , good composition and colors! really cool!

Anónimo dijo...

Estupendo cuento,preciosas ilustraciones.FELICIDADES!!!